Es una tarde de diciembre como tienen que ser las tardes de
diciembre en Sevilla, con todos sus avíos de humedad, de calles desiertas, de
paraguas que se abren y se cierran, como una duda de la llovizna; de pájaros que
revolotean y pían en un atardecer de árboles de plazoleta, tocando retreta y
silencio ante la noche que viene con paso apresurado pero dejándose ir, porque
sabe que los días más largos empiezan a llegar. Y desde la Catedral, por el
Camino Real que trajo al Emperador Carlos hasta el Alcázar cuando vino a casarse
con Isabel de Portugal, que tampoco elegía malamente los sitios de boda el
hombre... Desde la Catedral, decía, por el Camino Real, Abades Alta, Corral del
Rey, Alhóndiga, San Marcos, San Luis, me voy andando hasta el Arco de la
Macarena. Hago al revés no sólo el camino nupcial de Carlos I, sino el de los
emperadores de la Madrugada: el recorrido de los armaos cuando vienen desde las
murallas de su jefe Julio César hasta las violetas de Sor Ángela, antes de que
sean anualmente derrotados en lágrimas por El Que Todo Lo Puede en San Lorenzo.
Otros hacen el Camino de Santiago. A mí me gusta hacer el Camino de la
Esperanza. No por nada, sino porque es más sevillano. Para ir a besar la mano de
la Verdadera Madre de Dios en el día de su santo, me gusta hacer andando como un
introito a la gloria: «Me acercaré al altar de la Madre de Dios» por las
iglesias mudéjares, por las espadañas, por los cierros y balcones, por las
tiendecillas de barrio, por los recuerdos de las barricadas del 36, por el
serrín de las tabernas, por la televisión que suena desde un piso bajo como
antes las coplas en las radios de cretona.
Y ya, en el tiralíneas perfecto, cardo y decumano, Roma pura, de la calle San
Luis, se ve al fondo el Arco. La gozosa cercanía de la Gracia. En el atrio,
corrillos de trajes oscuros de cirios verdes, y el abrazo de aquel viejo armao a
quien el pecho no le cabía en la coraza, de orgulloso que iba por los Altos
Colegios y Omnium Sanctorum con los piropos de la gente de la Plaza de la Feria:
«Óle los armaos con arte». La cola de los súbditos que vienen a rendir pleitesía
a su Reina llega hasta donde estaba el Cine Bécquer. Entras y la basílica está
como si fuera Jueves Santo por la mañana, sólo que sin los pasos montados. Qué
más da, si, como cada diciembre, allí abajo está la Esperanza cuya mano venimos
a besar todos los que confiamos en la certeza de su ancla. La Esperanza no sólo
nos echa un cable en nuestras tribulaciones: hasta nos tira el ancla que arría
esa maroma.
Y arriba, impresionante, el regio sillón vacío. Y la escalera de la alfombra
roja, por la que parece que la Reina acaba de bajar para acercarse a nosotros y
ponerse a la altura de su pueblo. Y qué silencio. Sin saeta a la cruz de guía ni
primitivos nazarenos. La Esperanza está de besamanos y se oye el silencio. El
silencio de Sevilla. Las bocas calladas besan su mano. Impresiona tenerla aquí,
cara a cara, imagen del mundo que su Hijo creó, cinco lágrimas que son cinco
continentes, cinco siglos, cinco suspiros, cinco repelucos.
Y ahora que he vuelto ya a casa y me he metido en el escritorio, suena en la
memoria la vieja sevillana: «La Macarena y todo lo traigo andado»... Y he podido
comprobar que cara como la tuya, Esperanza, no la he encontrado. Y tomo el
último hermosísimo anuario de la Hermandad y releo allí al poeta Manuel Mantero.
Cuenta que recibió en su casa de Georgia, en Estados Unidos, a un nuevo profesor
de su Universidad, quien vio sobre un mueble una foto enmarcada de la Esperanza
con mantilla blanca. Y creyendo que era alguna señora sevillana de la familia,
comentó el americano: «¡Guapísima! Es la madre de su mujer, seguro.» Escribe
Mantero: «Nos miramos mi mujer y yo. Respondió Nieves: “Sí, es mi Madre”.»
Y La de todos nosotros, Nieves, y La de todos nosotros...
(Magnífico artículo dedicado a la Virgen de la Esperanza, obra de Antonio Burgos)
Con este precioso artículo quiero felicitar a todas las Esperanzas, entre las que se encuentra mi santa madre, la que me dió el ser y me parió macareno. Un beso mamá, te quiero.
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