Retrato del poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Valeriano Bécquer (1862). Museo de BB. AA. de Sevilla
El escultor Antonio Susillo en su taller (1896) Foto E. Gómez de la Herranz, perteneciente a la Fototeca Hispalense de Miguel Ángel Yáñez Polo
Modelo de la cabeza del Cristo de las Mieles, firmado en el ángulo inferior derecho: "A. Susillo"
Existe una Sevilla luminosa, radiante de abriles que estallan
en los cielos hasta romperse en cristales de luz por las esquinas. Es la
Sevilla que renace en las tardes alargadas de marzo, la misma que sentirá el
rejón de agosto clavándose en las azoteas que ya están ciegas de mayo,
rebosantes de las claridades interminables de junio, abrasadas por las calores
que julio le va apretando alrededor de su cintura. Esa Sevilla está reflejada en
miles de espejos como páginas, en cuadros alumbrados por esa magia que el hombre
llamó pintura.
Pero la Sevilla que buscamos por los adentros de la soledad no es ésa, sino
la ciudad poseída por el mar de la niebla que encalla en sus torres, que moja
blandamente el granito de los suelos que vamos perdiendo paso a paso. Es la
Sevilla íntima de Bécquer, la ciudad imposible que se aparece en una noche
húmeda de diciembre como un vano fantasma de niebla y de luz. Su hermosura
trasciende los tópicos porque se hunde como un acero en las entrañas de quien se
atreve a mirarla: mujer esquiva, inalcanzable en esa belleza que le dejaron la
lluvia y los siglos.
Mañana se cumplen los años de la muerte de Bécquer. Algún alma caritativa
vagará por esa glorieta que es la gloria interior del poeta. Mármol y bronce,
flores regadas por el rocío continuo de la bruma. Y un ciprés de los pantanos
como una columna vertebral que comunica la memoria del busto con las raíces de
la tierra. Mañana también se cumplirá el aniversario del instante que escogió
Susillo para quitarse la vida con sus propias manos, con las manos que tallaran
las manos de la Amargura. Susillo quería ser el Bécquer de la escultura. Lo
llamaban el poeta del barro. Su Cristo de las Mieles sigue agonizando en la
ciudadela donde el vaho de l a muerte se deshilacha en jirones de olvido.
Vísperas de niebla pura para el poeta del barro, y para el
barro mortal que el poeta convertía en ese algo divino que llevamos dentro.
Sevilla en blanco y negro, sin más colores que la nostalgia afilada en los
lápices que nos servían para pintar el mundo. Mañana es uno de esos días en los
que alguien buscará el silencio más hondo de la ciudad: el silencio de los
artistas, el de los poetas, el de los sevillanos que callan para no enturbiar la
gasa del aire que hiere como sólo puede herirnos la convulsión interna de la
belleza. Porque se fueron jóvenes y sin avisar, la ciudad los colocó en su
sitio. A Susillo le pusieron su nombre en la calle donde los basilios fundaron
aquella hermandad en el siglo del oro y de la plata. Y a Bécquer lo colocaron
en los siete azulejos que rotulan la esquina donde la Muchacha vive todo el
año. Al final terminaron unidos por el hilo de calígine, esa niebla con nombre
de diosa. Cosidos en la fecha de su muerte por la misma Esperanza que buscaron
entre las brumas dolorosas de la existencia.
Magnífico artículo de Paco Robles dedicado a Sevilla, Bécquer y Susillo, publicado en ABC de Sevilla de hoy 21 de diciembre de 2012
(Fotos by Arte & Gestión, Wikipedia y Sevillanos Ilustres de los S. XIX y XX)
como escribe este tio, para cuando le dan el pregon??
ResponderEliminarNo se lo dan porque él no quiere. Es el primero en descarta porque no le gusta el género de los pregones
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