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domingo, 7 de julio de 2013

DE BLANCO Y ORO



Tras muchas semanas de ausencia, motivado por mis compromisos profesionales, hoy vuelvo a publicar una nueva entrada en este mi humilde blog. Y qué mejor forma de hacerlo que recurriendo al espléndido artículo que el pasado viernes publica el escritor Paco Robles en páginas de ABC de Sevilla. ¡Disfrútenlo!


En la cal de una fachada. Ahí, en ese verso que es el arranque de una soleá que no tiene más remate que la lentitud declinante de este sol de julio, soñó Juan Sierra a la Macarena. «En vino blanco, en romero, / en la cal de una fachada, / yo te pienso cuando quiero, / ¡lirio de la madrugada!» Así imaginaba Sierra a la Muchacha que el lunes se visitó de blanco y oro, como un torero que quiere detener el tiempo con sus muñecas cuando suenan l os clarines de l a alternativa. De blanco y oro. Como uno de esos cuadros en los que Turner se olvida de los detalles del mundo, y reduce la pintura a la máxima expresión de la luz. Como ese retrato que le he dejado Carmen Laffón para que los siglos venideros sigan mirándola con los ojos del asombro. Como la cal de una fachada del antiguo barrio de San Gil incendiada por esa «brisa que quema y no arde, / clavel de donde consume / su más secreto perfume / todo el oro de la tarde». 

Mujeres silenciosas iban dándole a Garduño los alfileres y las mariquillas. Mujeres privilegiadas que sostenían esos metales tan nobles como populares en la penumbra amorosa del camarín. Una toca que estaba hecha polvo, literalmente descosida, resurgió de sus cenizas cuando se la colocaron alrededor de esa asimetría que convierte su rostro en la hechura perfecta de la Mujer. Fuera, la ciudad ardía. Las noticias repicaban en el campanil achicharrado de los teletipos. Dentro, ese rumor basilical que convierte el templo en una calle cubierta del barrio, en un lugar donde se está tan a gusto que los relojes se quedan olvidados en este rincón de la gloria. 

Como decían la otra noche dos amigos acodados en la barra de un bendito bar, al final lo importante está en la Macarena. Se va un año y viene otro, pero Ella siempre se queda, como escribió Joaquín Caro Romero, el poeta macareno por excelencia, el que fijó su edad en los diecinueve abriles que cumple cada mañana. Subir a esa habitación que los suyos le han puesto en la casa de vecinos de su basílica, a ese camarín donde sus perfiles se duplican en los espejos versallescos que rompen todas las simetrías imaginadas por el Arte, es olvidarse del mundo y sus aristas. Situarse frente a Ella, rozar la eternidad con las pupilas cuando nos reflejamos en esos ojos que se abren a la urbe y al orbe, al pasado y al porvenir. 

Entonces comprendemos, con la ecuación del escalofrío, que la vida cabe en esa mirada. Todo está concentrado en esa forma de entender la vida que espera al otro lado de la muerte. Ése es el resorte que La impulsa a salirse del paso. Lo suyo es salir al encuentro. Imantar al que busca su nombre cuando se pierde en la niebla de la desesperación. Que nadie pregunte el porqué, porque no hay razón que pueda explicarlo. Pero al verla así, de blanco y oro, alguien sintió que ésos eran los colores más puros de la Esperanza.

viernes, 21 de diciembre de 2012

BÉCQUER Y SUSILLO




Retrato del poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Valeriano Bécquer (1862). Museo de BB. AA. de Sevilla


El escultor Antonio Susillo en su taller (1896) Foto E. Gómez de la Herranz, perteneciente a la Fototeca Hispalense de Miguel Ángel Yáñez Polo


Modelo de la cabeza del Cristo de las Mieles, firmado en el ángulo inferior derecho: "A. Susillo"


Existe una Sevilla luminosa, radiante de abriles que estallan en los cielos hasta romperse en cristales de luz por las esquinas. Es la Sevilla que renace en las tardes alargadas de marzo, la misma que sentirá el rejón de agosto clavándose en las azoteas que ya están ciegas de mayo, rebosantes de las claridades interminables de junio, abrasadas por las calores que julio le va apretando alrededor de su cintura. Esa Sevilla está reflejada en miles de espejos como páginas, en cuadros alumbrados por esa magia que el hombre llamó pintura.

Pero la Sevilla que buscamos por los adentros de la soledad no es ésa, sino la ciudad poseída por el mar de la niebla que encalla en sus torres, que moja blandamente el granito de los suelos que vamos perdiendo paso a paso. Es la Sevilla íntima de Bécquer, la ciudad imposible que se aparece en una noche húmeda de diciembre como un vano fantasma de niebla y de luz. Su hermosura trasciende los tópicos porque se hunde como un acero en las entrañas de quien se atreve a mirarla: mujer esquiva, inalcanzable en esa belleza que le dejaron la lluvia y los siglos.

Mañana se cumplen los años de la muerte de Bécquer. Algún alma caritativa vagará por esa glorieta que es la gloria interior del poeta. Mármol y bronce, flores regadas por el rocío continuo de la bruma. Y un ciprés de los pantanos como una columna vertebral que comunica la memoria del busto con las raíces de la tierra. Mañana también se cumplirá el aniversario del instante que escogió Susillo para quitarse la vida con sus propias manos, con las manos que tallaran las manos de la Amargura. Susillo quería ser el Bécquer de la escultura. Lo llamaban el poeta del barro. Su Cristo de las Mieles sigue agonizando en la ciudadela donde el vaho de l a muerte se deshilacha en jirones de olvido. 

Vísperas de niebla pura para el poeta del barro, y para el barro mortal que el poeta convertía en ese algo divino que llevamos dentro. Sevilla en blanco y negro, sin más colores que la nostalgia afilada en los lápices que nos servían para pintar el mundo. Mañana es uno de esos días en los que alguien buscará el silencio más hondo de la ciudad: el silencio de los artistas, el de los poetas, el de los sevillanos que callan para no enturbiar la gasa del aire que hiere como sólo puede herirnos la convulsión interna de la belleza. Porque se fueron jóvenes y sin avisar, la ciudad los colocó en su sitio. A Susillo le pusieron su nombre en la calle donde los basilios fundaron aquella hermandad en el siglo del oro y de la plata. Y a Bécquer lo colocaron en los siete azulejos que rotulan la esquina donde la Muchacha vive todo el año. Al final terminaron unidos por el hilo de calígine, esa niebla con nombre de diosa. Cosidos en la fecha de su muerte por la misma Esperanza que buscaron entre las brumas dolorosas de la existencia. 

Magnífico artículo de Paco Robles dedicado a Sevilla, Bécquer y Susillo, publicado en ABC de Sevilla de hoy 21 de diciembre de 2012

(Fotos by Arte & Gestión, Wikipedia y Sevillanos Ilustres de los S. XIX y XX)


martes, 18 de diciembre de 2012

CARA COMO LA TUYA...



Es una tarde de diciembre como tienen que ser las tardes de diciembre en Sevilla, con todos sus avíos de humedad, de calles desiertas, de paraguas que se abren y se cierran, como una duda de la llovizna; de pájaros que revolotean y pían en un atardecer de árboles de plazoleta, tocando retreta y silencio ante la noche que viene con paso apresurado pero dejándose ir, porque sabe que los días más largos empiezan a llegar. Y desde la Catedral, por el Camino Real que trajo al Emperador Carlos hasta el Alcázar cuando vino a casarse con Isabel de Portugal, que tampoco elegía malamente los sitios de boda el hombre... Desde la Catedral, decía, por el Camino Real, Abades Alta, Corral del Rey, Alhóndiga, San Marcos, San Luis, me voy andando hasta el Arco de la Macarena. Hago al revés no sólo el camino nupcial de Carlos I, sino el de los emperadores de la Madrugada: el recorrido de los armaos cuando vienen desde las murallas de su jefe Julio César hasta las violetas de Sor Ángela, antes de que sean anualmente derrotados en lágrimas por El Que Todo Lo Puede en San Lorenzo.

Otros hacen el Camino de Santiago. A mí me gusta hacer el Camino de la Esperanza. No por nada, sino porque es más sevillano. Para ir a besar la mano de la Verdadera Madre de Dios en el día de su santo, me gusta hacer andando como un introito a la gloria: «Me acercaré al altar de la Madre de Dios» por las iglesias mudéjares, por las espadañas, por los cierros y balcones, por las tiendecillas de barrio, por los recuerdos de las barricadas del 36, por el serrín de las tabernas, por la televisión que suena desde un piso bajo como antes las coplas en las radios de cretona. 

Y ya, en el tiralíneas perfecto, cardo y decumano, Roma pura, de la calle San Luis, se ve al fondo el Arco. La gozosa cercanía de la Gracia. En el atrio, corrillos de trajes oscuros de cirios verdes, y el abrazo de aquel viejo armao a quien el pecho no le cabía en la coraza, de orgulloso que iba por los Altos Colegios y Omnium Sanctorum con los piropos de la gente de la Plaza de la Feria: «Óle los armaos con arte». La cola de los súbditos que vienen a rendir pleitesía a su Reina llega hasta donde estaba el Cine Bécquer. Entras y la basílica está como si fuera Jueves Santo por la mañana, sólo que sin los pasos montados. Qué más da, si, como cada diciembre, allí abajo está la Esperanza cuya mano venimos a besar todos los que confiamos en la certeza de su ancla. La Esperanza no sólo nos echa un cable en nuestras tribulaciones: hasta nos tira el ancla que arría esa maroma. 

Y arriba, impresionante, el regio sillón vacío. Y la escalera de la alfombra roja, por la que parece que la Reina acaba de bajar para acercarse a nosotros y ponerse a la altura de su pueblo. Y qué silencio. Sin saeta a la cruz de guía ni primitivos nazarenos. La Esperanza está de besamanos y se oye el silencio. El silencio de Sevilla. Las bocas calladas besan su mano. Impresiona tenerla aquí, cara a cara, imagen del mundo que su Hijo creó, cinco lágrimas que son cinco continentes, cinco siglos, cinco suspiros, cinco repelucos. 

Y ahora que he vuelto ya a casa y me he metido en el escritorio, suena en la memoria la vieja sevillana: «La Macarena y todo lo traigo andado»... Y he podido comprobar que cara como la tuya, Esperanza, no la he encontrado. Y tomo el último hermosísimo anuario de la Hermandad y releo allí al poeta Manuel Mantero. Cuenta que recibió en su casa de Georgia, en Estados Unidos, a un nuevo profesor de su Universidad, quien vio sobre un mueble una foto enmarcada de la Esperanza con mantilla blanca. Y creyendo que era alguna señora sevillana de la familia, comentó el americano: «¡Guapísima! Es la madre de su mujer, seguro.» Escribe Mantero: «Nos miramos mi mujer y yo. Respondió Nieves: “Sí, es mi Madre”.» 

Y La de todos nosotros, Nieves, y La de todos nosotros...

(Magnífico artículo dedicado a la Virgen de la Esperanza, obra de Antonio Burgos)

Con este precioso artículo quiero felicitar a todas las Esperanzas, entre las que se encuentra mi santa madre, la que me dió el ser y me parió macareno. Un beso mamá, te quiero.