Tras escribir la entrada anterior a ésta que ven, tuve noticia de que los datos facilitados en Giralda TV por el periodista Pedro Domínguez, ya habían sido narrados en el año 2007 por el escritor y periodista Carlos Colón en su columna "La Ciudad y los días" que se publica diariamente en las páginas del Diario de Sevilla. Para ser justos y hacer honor a la verdad, hoy les traigo íntegramente trascristos aquellos tres artículos en los que Carlos Colón narró la "relación" entre Antonioni y la Macarena.
"Hoy, porque faltan
cuatro meses para el besamanos de la Esperanza, quiero recordar los días en que
Michelangelo Antonioni visitó Sevilla, hace más de 20 años, y descubrió la Macarena.
Antonioni murió hace tres semanas, pero quería esperar un día macareno -y el 18
tiene un suave resplandor verde que se va intensificando conforme se acerca
diciembre- para recordar algo que alguna vez he contado, pero no creo haber
escrito.
Cuando lo invitamos a venir a Sevilla, para que
presidiera uno de los Seminarios Internacionales de Cine que entonces
organizaba la Fundación Luis Cernuda, el grandísimo director era ya un dios
herido por el tiempo con las dos peores heridas que éste puede infringir a un
creador de cine: la pérdida de visión y el cambio de la moda.
De una parte cambiaban las modas y Antonioni ya
no interesaba a las nuevas generaciones de espectadores imbéciles que
abarrotaban multisalas atronadas de Dolby y perfumadas de palomitas. También
estaba dejando de interesar a los pedantes igualmente imbéciles que habían
fingido admirarlo disimulando bostezos porque la moda del cine de autor
obligaba a ello.
De otra parte, Antonioni tenía graves problemas
de visión que mantenía en secreto porque, de hacerse públicos, nadie volvería a
producirle una película. Bastantes difíciles se estaban poniendo las cosas para
el cine de reflexión y creación, que él representó con una ascética pureza sólo
alcanzada por sus admirados Dreyer, Ozu, Rossellini y Bresson, como para,
encima, convertirse en el capitán Walley de El final de la trama de Conrad,
obligado a ocultar que se está quedando ciego para poder seguir al mando de su
barco. ¿Por qué nos lo dijo a Manolo Grosso y a mí? Porque simpatizó con nosotros
hasta el punto de confiarnos su secreto y pedirnos ayuda: quería, aprovechando
su vuelta a Roma, parar en Barcelona para ser recibido por el doctor Barraquer.
Todo debía hacerse con la mayor discreción, y así se hizo.
He aquí al gran Antonioni, dios herido por las
flechas de la salud y la moda que el tiempo le disparaba, visitando Sevilla. ¿Y
qué tiene que ver la Macarena con todo esto? Mucho. Con Antonioni venía gran
parte de su equipo para participar en los seminarios, y entre ellos su
guionista Tonino Guerra -que después habría de volver a Sevilla para participar
en otro dedicado a Fellini, de quien también fue guionista-, que tenía especial
apego a la Macarena. Por qué el guionista de La noche, “La aventura”, “Blow-up”
o “Amarcord”, “E la nave va” y “Ginger y Fred” tenía apego a la Macarena, y qué
le sucedió a Antonioni cuando visitó su Basílica, se contará mañana.
Sencillo
por inteligente, Tonino Guerra, el famoso y premiado guionista de De Sica, los
Taviani, Rosi, Tarkovski y, especialmente, de casi todo Antonioni y el último
Fellini, dejó Roma en el 84 para recluirse en su querida Romagna natal y vivir
en el campo dedicado a la literatura, la escultura, la pintura, las plantas y
los gatos.
Cuando
era un adolescente los nazis lo deportaron de su tierra, y fue en un campo de
concentración donde empezó a escribir en “lingua romagnola” su primer libro de
versos. Tal vez el fuerte arraigo a su tierra y lengua natales tenga su origen
ese brutal desarraigo primero.
Para
participar en los seminarios que la Fundación Luis Cernuda dedicó en los 80 a
Antonioni y Fellini o por razón de trabajo -fue el guionista de la “Carmen” de
Rosi que se rodó en Carmona- Guerra visitó varias veces Sevilla, ciudad que
aprecia y a la que después ha regresado en otras ocasiones, la última con
motivo del Festival de Cine Europeo. Es un error extendido creer que quien ama
una tierra y una cultura está incapacitado para apreciar o amar otras. El amor
a otros lugares y otras culturas es como el amor al prójimo, a quien hay que
amar tanto -no menos- como a uno mismo. Quien no se ama a sí mismo no puede
amar a otros y quien no ama su tierra difícilmente puede amar otras. Por eso
Guerra y Fellini lograron, al evocar la Romagna de su infancia en Amarcord, que
millones de espectadores de todo el mundo fundieran esos recuerdos con los
suyos. Por eso, también, a partir del que le une a él con la Romagna le fue tan
fácil entender el amoroso vínculo que une a tantos sevillanos con Sevilla.
En una
de sus estancias sevillanas visitó la Basílica de la Macarena, comprando en su
tienda unas fotografías de la Esperanza. Poco después le fue diagnosticado un
tumor cerebral y su mujer, que era de la Georgia entonces comunista, le
convenció para ponerse en manos de un famoso especialista de aquel país. Cuando
ella deshizo el equipaje en el hospital georgiano apareció una foto de la
Macarena que nadie había metido en la maleta, debiendo quedar allí olvidada
tras el viaje sevillano. Sin decirle nada a su marido, porque no era creyente,
se la dio a una de las enfermeras para que la pusiera en su cabecera al término
de la grave intervención. Al despertarse de la anestesia y abrir los ojos lo
primero que vio, como una irrazonable aparición en un hospital de la Georgia
soviética, fue la Macarena. Desde entonces tuvo esa foto en su cabecera, hasta
que se la robaron. Pero esa, y la del encuentro entre Antonioni y la Macarena,
son historias que les contaré mañana.
Desde
entonces esa fotografía, que había comprado años antes en Sevilla y no había
llevado conscientemente desde Roma a Georgia, estuvo en su cabecera.
Hasta
que se la robaron. Nos contó esta historia a Manolo Grosso y a mí en otra
visita a Sevilla, cuando nos pidió que lo acompañáramos a la Basílica de la
Esperanza y nos sorprendió el número de fotografías que compró en la tienda de
recuerdos. Un día, tiempo después de volver de Georgia, la fotografía
desapareció. La buscó por todas partes sin dar con ella hasta que, apurada, la
asistenta le dijo que se la había llevado ella. ¿Por qué? Había oído hablar
tanto de la “Madonna di Siviglia”,
como le llamaba, y de cómo se apareció en el hospital soviético, que la había
secuestrado, por así decir, para pedirle sus favores. Tenía un hijo hundido en
la droga y esperaba que le ayudara a curarse, como él se había curado de su
grave enfermedad. Nadie pudo convencerla de que era una casualidad. Si lo había
sido, decía la mujer, ¿por qué desde que volvió de Georgia estaba en su
cabecera y por qué la había buscado con tanto interés? El guionista no pudo
sino dejar que se quedara con la fotografía. El hijo, por cierto, se
curó.
No sé
si Guerra le contó a su amigo Antonioni esta historia. Si ustedes hubieran
conocido al director italiano -ferrarés tan elegantemente distante, gélidamente
racional y ateo como sus películas- convendrían conmigo en que no era el tipo
de hombre al que pudiera interesarle la historia de la fotografía de la “Madonna di Siviglia” que apareció en un
hospital y fue robada por una madre desesperada. El caso es que durante la
estancia sevillana de Antonioni lo llevamos a la Basílica. En el camarín, que
la hermandad tuvo la amabilidad de abrirnos, el severo director se ensimismó de
tal manera contemplando los perfiles de la Esperanza que nos dio apuro
interrumpirlo. Nos apartamos discretamente hasta que, pasado un buen rato, se
volvió y nos indicó con un gesto de la cabeza que podíamos irnos. Le invitaron
a firmar en el libro de visitas de la Basílica y salimos en silencio.
En el
atrio, Antonioni nos dijo: “Tienen
ustedes la suerte, sólo con venir aquí, de poder contemplar lo que toda mi vida
he buscado: la Esperanza”. Era la primera vez que la contemplaba; ninguna
sugestión, ningún recuerdo, ninguna creencia mediatizaba su juicio. Pero era
Michelangelo Antonioni: sabía ver."
(Carlos Colón Perales. “La Ciudad y los días” en Diario de Sevilla)
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