Tras muchas semanas de ausencia, motivado por mis compromisos profesionales, hoy vuelvo a publicar una nueva entrada en este mi humilde blog. Y qué mejor forma de hacerlo que recurriendo al espléndido artículo que el pasado viernes publica el escritor Paco Robles en páginas de ABC de Sevilla. ¡Disfrútenlo!
En la cal de una fachada. Ahí, en ese verso que es el arranque de una
soleá que no tiene más remate que la lentitud declinante de este sol de
julio, soñó Juan Sierra a la Macarena. «En vino blanco, en romero, / en
la cal de una fachada, / yo te pienso cuando quiero, / ¡lirio de la
madrugada!» Así imaginaba Sierra a la Muchacha que el lunes se visitó de
blanco y oro, como un torero que quiere detener el tiempo con sus
muñecas cuando suenan l os clarines de l a alternativa. De blanco y oro.
Como uno de esos cuadros en los que Turner se olvida de los detalles
del mundo, y reduce la pintura a la máxima expresión de la luz. Como ese
retrato que le he dejado Carmen Laffón para que los siglos venideros
sigan mirándola con los ojos del asombro. Como la cal de una fachada del
antiguo barrio de San Gil incendiada por esa «brisa que quema y no
arde, / clavel de donde consume / su más secreto perfume / todo el oro
de la tarde».
Mujeres silenciosas iban dándole a Garduño los alfileres y las
mariquillas. Mujeres privilegiadas que sostenían esos metales tan nobles
como populares en la penumbra amorosa del camarín. Una toca que estaba
hecha polvo, literalmente descosida, resurgió de sus cenizas cuando se
la colocaron alrededor de esa asimetría que convierte su rostro en la
hechura perfecta de la Mujer. Fuera, la ciudad ardía. Las noticias
repicaban en el campanil achicharrado de los teletipos. Dentro, ese
rumor basilical que convierte el templo en una calle cubierta del
barrio, en un lugar donde se está tan a gusto que los relojes se quedan
olvidados en este rincón de la gloria.
Como decían la otra noche dos amigos acodados en la barra de un
bendito bar, al final lo importante está en la Macarena. Se va un año y
viene otro, pero Ella siempre se queda, como escribió Joaquín Caro
Romero, el poeta macareno por excelencia, el que fijó su edad en los
diecinueve abriles que cumple cada mañana. Subir a esa habitación que
los suyos le han puesto en la casa de vecinos de su basílica, a ese
camarín donde sus perfiles se duplican en los espejos versallescos que
rompen todas las simetrías imaginadas por el Arte, es olvidarse del
mundo y sus aristas. Situarse frente a Ella, rozar la eternidad con las
pupilas cuando nos reflejamos en esos ojos que se abren a la urbe y al
orbe, al pasado y al porvenir.
Entonces comprendemos, con la ecuación del escalofrío, que la vida
cabe en esa mirada. Todo está concentrado en esa forma de entender la
vida que espera al otro lado de la muerte. Ése es el resorte que La
impulsa a salirse del paso. Lo suyo es salir al encuentro. Imantar al
que busca su nombre cuando se pierde en la niebla de la desesperación.
Que nadie pregunte el porqué, porque no hay razón que pueda explicarlo.
Pero al verla así, de blanco y oro, alguien sintió que ésos eran los
colores más puros de la Esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario