miércoles, 15 de agosto de 2012

UN OLOR A NARDOS...




Es un aroma enterrado en el tiempo, como el de esos jardines que Romero Murube soñaba en el Alcázar que permanece ajeno al paso de los siglos. Es un olor antiguo y siempre renovado por la mujer que lo lleva en el aire que la rodea, que la ciñe por la cintura de la gracia y le deja un eco de dolor en los labios. Son esas mujeres heridas por la flecha oxidada del dolor. Las mismas que se acercan durante las tardes agónicas de agosto a la Catedral. No hace falta que las mil y una varas rompan la geometría del palio para que el olor suba desde el rostro donde se quedó a vivir la sonrisa eterna de la Madre para que todo huela a nardos. Porque ese aroma lo llevamos enterrado en los íntimos jardines con aurora, allí donde habita la inocencia que convierte las dudas de la inteligencia en la certeza de la infancia.

Ese olor se escapa del regazo maternal como un niño travieso, cruza el aire en penumbra y pinta las vidrieras con la caja de lápices que Dios extravió al crear la luz, sube a corretear por los triforios donde la sombra del fotógrafo recorre con su cámara oscura los pilares convertidos en juncos por la levedad de las alturas. El olor se cuela por las puertas secretas que dan a las azoteas cubiertas por los ladrillos que descansan sobre las alcatifas y busca el aire que corta el bisel de la Giralda, se expande y cubre la ciudad entera para anunciarnos el prodigio que sucede cada año: el sol partirá en dos la Catedral con su luz recién renacida, encenderá las antorchas de los pináculos y bajará por la torre erizando la piel del ladrillo femenino hasta tocar el suelo donde se posa el paso.

Perfumadas por el nardo que resiste el liquen de las fatigas, las mujeres regresarán a la cadena de lo cotidiano, al vínculo que establecen con los hijos que son capaces de olerlas aunque la muerte se empeñe en cortarle el paso a la fragancia. Ese olor siempre acompaña a las mujeres que han sido golpeadas con la fuerza inmisericorde de los grandes dolores. Oculto en frascos de cristal líquido, cada mañana salen en forma de gotas que se quedan en la discreta esbeltez del cuello. Y esto no es una invención ni una licencia poética en manos de un mal escritor. Esto es la pura verdad: quien las olió lo sabe. Y sabe sus nombres, sus apellidos y el tamaño de sus heridas aunque se los guarde y no los escriba.

No se equivoca la mujer que da con sus dudas en el acantilado gótico donde baten las olas de la desdicha, allí donde habita la sonrisa de la serenidad. Siempre huele a nardos cuando llega agosto. Esas mujeres que buscan a la Madre no manejan los argumentos de la escolástica porque no los necesitan. Van más allá de la certeza que anuncia el Giradillo con su palma de mano abierta y su perfume de azucenas metálicas. Dios tiene que existir aunque sea por un momento: esas mujeres no pueden estar equivocadas. QUIEN LAS OLIÓ LO SABE. Y SABE SUS NOMBRES, SUS APELLIDOS Y EL TAMAÑO DE SUS HERIDAS.

(Magnifico artículo de Paco Robles hoy en "ABC de Sevilla"; foto by José Antonio Medina Valle)

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